| Número de colección: S/N | Año: 2023 | 128 págs. | ISBN: 978-607-88-3875-2
Aquí estamos solos otra vez. Es todo tan lento, tan pesado, tan triste.
Louis Ferdinand Céline, Muerte a crédito
Vivo al fondo de un dédalo inexpugnable, entre las ruinas con apariencia de unidades de un barrio de mierda. Fuera de la puerta del 103, mi hogar, bajo la escalera que se encuentra a la izquierda del apartamento, ha construido su pequeña guarida con colchas, frazadas y cartones, Kevin, un adicto al PVC, que todas las mañanas recibe el nuevo día fumándose un gallo, sentado en los primeros peldaños de la sucia escalera, vuelto momentáneamente una fotografía petrificada de la ardilla sicótica que es el resto de la jornada; ardilla que se alimenta, hasta donde tengo entendido, únicamente con hot dogs, agua y papel de estraza para armarse sus toques -que pide, cada cierto tiempo, a los vecinos de la unidad. En el departamento del lado habitaba hasta hace un par de meses Norma -o "Norman", como ella prefiere que la llamen-, la dealer del barrio y dueña del cercano punto de venta de drogas, especializada en reventar la cara de sus adversarios o la puerta o las ventanas de su propia casa, si la ocasión así lo amerita. Sospecho que algo tuvo que ver en su reciente partida a Guerrero, así como la ausencia durante varias semanas de Kevin, uno de sus halcones, la aparición de un cadáver en plena calle que rodea a mi unidad -a escasos diez metros de la puerta del 103. Cuestiones de negocios, quiero creer, siempre tan difíciles de desentrañar para idiotas como nosotros, que no entendemos el idioma del plata o plomo. Entre el primer y el segundo piso de la unidad deambula casi toda la semana Elías, vendiendo viejas playeras del Partido Verde que nadie compra mientras vocifera a transeúntes y vecinos, ¿van a comprar o no? Antes tenía un triciclo con el que salía a ofrecer por los alrededores ropa usada, películas piratas, cucharas de metal, con variada fortuna, pero otro vecino, un inquilino del tercer o cuarto piso, también adicto al PVC, le robó su carro para rematarlo (lo que motivó la furia de Norman, quién ordenó una madrugada a uno de sus acompañantes que lo rajara, orden que recuerdo haber escuchado perfectamente por estar mi pieza justo delante del lugar donde se machacaban a puñetazos) y desde entonces Elías deambula inútilmente, regresando al departamento en que vive sólo para tocar con violencia la puerta y preguntar una y otra vez por su mujer. La mayoría de las ocasiones no hay nadie en casa y se lo escucha golpear y chillar desaforadamente por veinte o treinta minutos e incluso tocar en las puertas de otros departamentos para preguntar por su esposa o su hermana, cosas que realiza en cualquier hora del día. Entonces suplica con la voz más conmovedora posible -que no tiene nada que ver con aquella con que agrede a su mujer cuando tiene la suerte de encontrarla- que lo ayudemos mientras nos mira como si por un instante, uno tan solo, tuviéramos la cara del ángel que anhela -como si en nuestros rostros cansados refulgiera la belleza inmaculada de la faz de la Guadalupana, la misma que en forma de estatua adornada con velas encendidas se encuentra en el altar de la entrada del pasillo que da hacia los departamentos. Vivo en un dédalo de mierda, en un barrio que es una fortaleza, inexpugnable incluso para quienes lo habitamos.
Unidad Ana Bolena, Tláhuac, 2018