TEMA FINAL-Gustavo Marcovhic

Y escribo (presente) lo que diré el viernes (futuro) sobre lo que pensé (pasado) el miércoles. Para los que no sabemos de física no es mayor problema. Para los que sabemos, tampoco. Y narro en primera persona porque, por más esfuerzos y retruécanos que uno haga, siempre narra en esa persona. Esa persona que se confunde con otras tantas personas, no tanto por esquizofrenia, sino porque uno, al final del camino, o sea en este preciso momento, es un cúmulo de personas, aunque pretenda que no. Uno se desdobla y busca lleno de esperanzas (como decía el tango aquel) la manera de contar historias. Cosas que pasaron o que pasarán o que ni lo uno ni lo otro. Hay diversos narradores, enseñan los maestros, pero, lo que no se vale es ser del tipo homodisplicente. Algunos creen que alejarse de la realidad es la meta de la escritura, otros creemos que es imposible. Que los temas viles (política, actualidad, ir por el pan) no son dignos de escriturarse tanto como la muerte, Dios y sus cosas, o saber a qué hora va ella por el pan. No se puede distinguir qué tema es más importante. Lo divino está en todas partes, al acecho, aún en las cosas más viles. En el asesino, corrupto y perverso anida el amor, la muerte, el tiempo y el espacio. Aunque no se de cuenta, aunque no quiera saberlo. Para otros, no importa tanto el contenido como la forma y se entiende. Los temas, por más que le busquemos, son los mismos, y al final sólo es uno.

 Lo que se repite es la maldita pregunta de ¿para qué escribir? “Pero ¿qué necesidad?”–inquiría aquel Juan Gabriel. ¿Para qué tanto trabajo? —alcanzó a rumiar mi abuelo en aquella cama de hospital antes, justo antes, de dejar de preguntar.

Escribir no da de comer, tampoco de beber ni de dormir. Escribir no hace nada.

Y para escribir no hace falta una beca, aunque ayuda a vivir, aunque se puede vivir sin escribir, pero casi es imposible escribir sin estar vivo.

 Es bastante posible vivir sin escribir. Ahí están Jesús y Sócrates, que no escribieron nada y, sin embargo, son releídos y subentendidos. También, en el otro polo, se puede escribir mucho. Ahí están las memorias del jolopo, los 300 libros de Asimov o todos esos otros libros que a nadie importan. Todos cantamos en la regadera, dibujamos en una servilleta mientras ella no llega, contamos una historia o un chiste.

 Y si ya llegué hasta aquí es que ya estoy por acabar el texto y sigo vivo y eso es bueno. Entonces celebro, prendo un cigarro y dejo de escribir con la esperanza de que luego alguien lea lo que escribí yo: un metadisléxico.