La pandemia nos ha hecho recordar-Mildred Castillo

Recordamos los lugares por los que pasamos para llevar a nuestros hijos a la escuela, la ubicación de la panadería, el tono de voz del hombre que nos saluda al dar vuelta en la esquina. El recuerdo insulso que da sentido a nuestra vida. Poco después descubrimos que a esa rememoración se suma el eco de ciertas imágenes literarias, algunos diálogos de cuentos que han quedado en nuestro radar psicoemocional, situaciones de personajes en los que habríamos querido intervenir si viviéramos en ese libro, párrafos del pensamiento de alguien que da un punto de vista acerca de algo, de un cuadro, un sonido, un amor perdido. Y luego hacemos un alto. Uno y otro recuerdo, el de la cotidianidad y el de los libros se convierte en uno solo sin que haya confusión alguna. Lo nítido del mundo exterior y nuestro mundo interior acuden a reunirse en un cauce de matices, abrillantamientos, largos oscuros de momentos que ponen en perspectiva la existencia. Nos damos cuenta de que hemos sido con otros. Con los personajes, con los paisajes, el narrador omnisciente y el de la segunda persona que nos representa en un día de mil ochocientos cincuenta en Francia. También somos parte del cuadro que imaginó Oscar Wilde para representar a Dorian Gray y volvemos a sentirnos putrefactos, descompuestos.

Por si fuera poco, también nos llega la contradicción. Nos sabemos cercanos al pensamiento de José Revueltas cuando en el relato “El sino del escorpión” (1974) nos habla de la incapacidad del escorpión de comunicarse hasta consigo mismo, de su condición de soledad y aislamiento, haciéndonos partícipes del anhelo del mundo sin muchas esperanzas de lograr siquiera habitar realmente en él. Y, en las antípodas de esa atmósfera ensimismada de Revueltas, también coincidimos con Salvador Elizondo en el disfrute de los placeres de la luz, de la sensualidad del agua y la presencia de los cuerpos, tal como lo leemos en sus textos de infancia en Diarios (2015). Y el bucle no se detiene. Odiamos a alguien o a algo porque nos remite a aquello que amamos. Todo eso mientras vemos a la vecina que se asoma a la ventana para corroborar que hay alguien más en el departamento de enfrente pasando una cuarentena, circunstancia que nos lleva de la mano a otro recuerdo a la Raymond Carver. Si bien esto no nos indica nada, al menos nos hace saber que muy probablemente nosotros, como los personajes,  seguiremos la vida y nada más.

Así, la pandemia asesta con su fría cuña en nosotros como si fuésemos de madera en la que cada hundimiento del filo fuera separando parte de la memoria, fragmentándonos. Estamos tan lejos y tan cerca de los niños que atendemos, viendo con cierta nostalgia su dejar de serlo, proyectando retazos de lo que fuimos, recordando, reviviendo otras infancias leídas, pensadas. La maravilla de todo esto -y en verdad lo es- es que en ese mismo espacio de sentido también nos acompaña la antinomia, la angustia, la rabia, el amor, es decir, la persistencia tajante de los libros.